Trinar de pájaros instalados en
el almendro del jardín, el sonido chillón del revuelo amoroso. Pero hoy es
silencio. Silencio que ha engañado a mi costumbre, largo sueño feliz que de
pronto se inquieta. El desasosiego de comprobar que no se oye absolutamente
nada fuera. Solamente pasos descalzos acercándose a la ventana. Los míos.
Tampoco escucho la radio de palabras metálicas y borrosas en la cocina, ni el
chocar de puertas y vajillas trasteando. No siento temor, solo la extrañeza de
la liviandad corpórea, de la irrealidad de mirar mi mirada en un universo sin
ruidos, ausentes incluso los latidos de mi corazón. Apoyada a la encimera de roble me veo sentada
en el viejo columpio que se agarra con la desesperación de su roñosa vejez al
suelo terroso. Mi cuerpo joven, terso, buscando volar al viento en cada batida
de las piernas que parecen acariciar las nubes. Y el jardín se convierte en un
bosque, suaves oleadas de troncos incipientes que inundan los rosales,
adornando de noche el vestido blanco que ahora no es vela del barco de mis
sueños, de sus sueños, de los de esa joven que acaricia la realidad que se
talla en su alma adolescente. Una procesión de luciérnagas inunda el bosque que
se ha plantado ante mis ojos, luciérnagas que rodean de luz las manos de quien
soy, de quien fui, mientras las lamparillas vivientes crean un túnel hacia la
luna. Se desvanece el bosque con la última caricia de la última ninfa en mi
rostro arrebolado de pasiones, sentada en el banquito que cuelga de las nubes
de mi imaginación. Me levanto del
columpio persiguiendo el ensueño, hasta llegar hacia un gran lienzo, un espejo
blanco en el que no hay más reflejo que las manos dibujando la infancia. Y
brotan de la tela imaginaria rostros conocidos y ausentes de mi memoria.
Picasso me guiña un ojo pícaro y lascivo, dejando retales del taller de su vida
por el mar blanco. Se amosaica la tela con el beso de Klimt y mis dedos se
convierten en lápices de colores que recorren fantasías transformadas en las
bellas formas de aquella joven que se bebía el talento entre risas y amores que
eran lomas conquistadas a la soledad.
Al hacerse niebla el lienzo, el
sol sortea el horizonte para alargar las sombras de la hilera de niños que
aparecen por la derecha del jardín. Cientos, miles de niños, en ordenada fila,
arrastrando enormes maletas abiertas, vacías. Mis lágrimas son ahora las de la
joven que soy allí sola, de pie, petrificada por la certeza de que no van a
ningún sitio a pesar de que no dejan de caminar por delante de la joven. La
congoja del alma, niños errantes sin más futuro que cada paso que dan, solo
sujetos a la vida por la nuca del anterior, por el aliento del que le
sigue. Y entonces veo, me veo corriendo
hacia el más próximo. Moreno, de bellos ojos arabescos, negros e intensos,
todavía dibuja una sonrisa cuando le abrazo con la intensidad de mis años de
rebeldía. Un abrazo que es una vida. Un abrazo que se repite con cada niño que
pasa delante de ella. Un abrazo que pide el abrazo de cada niño con el
siguiente. Un abrazo que les dice al multiplicarse que no están solos porque
cada uno se tiene al otro. Y etérea yo, en ese momento, observándome, me abrazo
y siento mis manos cobijando mis propios hombros. El rosario de almas se pierde
entre los límites de la finca y puedo ver una orilla formándose en las lindes
de una verja que ya no es verja sino barco hundido y resurgido del fondo de los
mares que amé, que amo. Y me veo corriendo para sentir el batir de la espuma
que me vio nacer. Sonrío su desnudez, recordando mi propia libertad braceando por
ese océano de serenidad por bravas que fueran las mareas. La arena se llena de relatos de plata, los
que anidan en mi memoria. Cuentos, historias imposibles siempre posibles en
otra realidad, la que todavía siento que late en lo más profundo de mi ser. Un
último golpe de mar, una ola que se abre camino por el sendero de grijillo
hasta retraerse y desaparecer. Entonces la joven mira hacia la ventana. Sus ojos, mis ojos, me
miran, los miro. Allí está, esperándome,
aquí estoy, esperándola. Dudo un instante, el deseo de correr a ella, de
reescribir mi vida. Pero mis pies no se mueven. Y ella se acerca sonriente. Y
allí, en la ventana, entra en mi propia vida, mi inocente mirada, mi rebeldía,
mi sentido de la justicia, mi soledad en la mirada de aquella joven que empapa
de realidad corpórea un presente que ya es futuro. La noche ahora no es un
espejismo, es el saludo de una serenidad que me desnuda apoyando mi nuca en la
almohada que es confidente de mis deseos y tristezas. Pero hoy sonrío. El
duerme vela se rinde al sueño. Pero antes escucho la campanita que hay en la
puerta de la casa. Campanita que le robé a un gran sabio chileno de su
despacho. Los pasos amplios y tranquilizadores que se acercan… No son los míos.
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