jose maria

jose maria

martes, 15 de septiembre de 2015

ELLA Y ELLA



Trinar de pájaros instalados en el almendro del jardín, el sonido chillón del revuelo amoroso. Pero hoy es silencio. Silencio que ha engañado a mi costumbre, largo sueño feliz que de pronto se inquieta. El desasosiego de comprobar que no se oye absolutamente nada fuera. Solamente pasos descalzos acercándose a la ventana. Los míos. Tampoco escucho la radio de palabras metálicas y borrosas en la cocina, ni el chocar de puertas y vajillas trasteando. No siento temor, solo la extrañeza de la liviandad corpórea, de la irrealidad de mirar mi mirada en un universo sin ruidos, ausentes incluso los latidos de mi corazón.  Apoyada a la encimera de roble me veo sentada en el viejo columpio que se agarra con la desesperación de su roñosa vejez al suelo terroso. Mi cuerpo joven, terso, buscando volar al viento en cada batida de las piernas que parecen acariciar las nubes. Y el jardín se convierte en un bosque, suaves oleadas de troncos incipientes que inundan los rosales, adornando de noche el vestido blanco que ahora no es vela del barco de mis sueños, de sus sueños, de los de esa joven que acaricia la realidad que se talla en su alma adolescente. Una procesión de luciérnagas inunda el bosque que se ha plantado ante mis ojos, luciérnagas que rodean de luz las manos de quien soy, de quien fui, mientras las lamparillas vivientes crean un túnel hacia la luna. Se desvanece el bosque con la última caricia de la última ninfa en mi rostro arrebolado de pasiones, sentada en el banquito que cuelga de las nubes de  mi imaginación. Me levanto del columpio persiguiendo el ensueño, hasta llegar hacia un gran lienzo, un espejo blanco en el que no hay más reflejo que las manos dibujando la infancia. Y brotan de la tela imaginaria rostros conocidos y ausentes de mi memoria. Picasso me guiña un ojo pícaro y lascivo, dejando retales del taller de su vida por el mar blanco. Se amosaica la tela con el beso de Klimt y mis dedos se convierten en lápices de colores que recorren fantasías transformadas en las bellas formas de aquella joven que se bebía el talento entre risas y amores que eran lomas conquistadas a la soledad.
Al hacerse niebla el lienzo, el sol sortea el horizonte para alargar las sombras de la hilera de niños que aparecen por la derecha del jardín. Cientos, miles de niños, en ordenada fila, arrastrando enormes maletas abiertas, vacías. Mis lágrimas son ahora las de la joven que soy allí sola, de pie, petrificada por la certeza de que no van a ningún sitio a pesar de que no dejan de caminar por delante de la joven. La congoja del alma, niños errantes sin más futuro que cada paso que dan, solo sujetos a la vida por la nuca del anterior, por el aliento del que le sigue.  Y entonces veo, me veo corriendo hacia el más próximo. Moreno, de bellos ojos arabescos, negros e intensos, todavía dibuja una sonrisa cuando le abrazo con la intensidad de mis años de rebeldía. Un abrazo que es una vida. Un abrazo que se repite con cada niño que pasa delante de ella. Un abrazo que pide el abrazo de cada niño con el siguiente. Un abrazo que les dice al multiplicarse que no están solos porque cada uno se tiene al otro. Y etérea yo, en ese momento, observándome, me abrazo y siento mis manos cobijando mis propios hombros. El rosario de almas se pierde entre los límites de la finca y puedo ver una orilla formándose en las lindes de una verja que ya no es verja sino barco hundido y resurgido del fondo de los mares que amé, que amo. Y me veo corriendo para sentir el batir de la espuma que me vio nacer. Sonrío su desnudez, recordando mi propia libertad braceando por ese océano de serenidad por bravas que fueran las mareas.  La arena se llena de relatos de plata, los que anidan en mi memoria. Cuentos, historias imposibles siempre posibles en otra realidad, la que todavía siento que late en lo más profundo de mi ser. Un último golpe de mar, una ola que se abre camino por el sendero de grijillo hasta retraerse y desaparecer. Entonces la joven  mira hacia la ventana. Sus ojos, mis ojos, me miran, los miro.  Allí está, esperándome, aquí estoy, esperándola. Dudo un instante, el deseo de correr a ella, de reescribir mi vida. Pero mis pies no se mueven. Y ella se acerca sonriente. Y allí, en la ventana, entra en mi propia vida, mi inocente mirada, mi rebeldía, mi sentido de la justicia, mi soledad en la mirada de aquella joven que empapa de realidad corpórea un presente que ya es futuro. La noche ahora no es un espejismo, es el saludo de una serenidad que me desnuda apoyando mi nuca en la almohada que es confidente de mis deseos y tristezas. Pero hoy sonrío. El duerme vela se rinde al sueño. Pero antes escucho la campanita que hay en la puerta de la casa. Campanita que le robé a un gran sabio chileno de su despacho. Los pasos amplios y tranquilizadores que se acercan… No son los míos.

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