Languidecen las viejas columnas
de acero, esas que en soportales de lluvia fina convierten las tardes de otoño
en un bello contraluz de inmensas cristaleras.
Un violín llora en la gran puerta
de piedra y ladrillos, mujeres y jubilados llegan el martes al mercado. Melodías
quejumbrosas, como llantos de recuerdos, cuando la plaza era plaza, ¡Niño, vete
a la plaza! Y el zagal volvía raudo con la lista de una compra, que lo
imprescindible portaba para, entre fogones de arte, suculentas mesas servir en
las casas de los pobres.
El mercado del Olvido, tan grande
como dos manzanas, respira lento y tedioso en manos de quienes babean al contar
el dinero en ladrillos, aluminio y cristales que en medio del arrabal quieren
apuntar al cielo torres, dos, tal vez tres, para no dejar rastro de peonzas,
aros, pelota y tabas.
El mercado del Olvido es
trinchera de héroes, esas pescaderas que la pandereta sacan para alegrar la
mañana a los visitantes curiosos, como si
una reunión festiva se produjera con la campanada.
Entre silencios de noches y
amaneceres lentos, habita ese lugar de alegrías pasajeras La Fanequera. Nadie
la ve y pocos la recuerdan. Pero su leyenda es eterna entre los hombres y
mujeres del barrio, entre redes y balanzas, de la lonja a la Plaza cantan la
odisea de quien hoy, sigue apareciendo las noches sin luna, esas que abundan en
esta ciudad de capota gris.
Murió en el 32, eso cuentan de
boca a boca generaciones de puestos, mercadillos e inquilinos del mercado del
Olvido. La gran plaza de encuentro, comercio y comidilla que albergó vida a
raudales hasta que la desdicha quiso que un incendio devastara la mitad de la
estructura, hoy postiza y fea, como el diente de oro del hijo del Anzueluco.
La Fanequera murió en una noche
de sur, al arrojarse al agua para salvar a los dos niños que en el cochecito
iban con su madre, al cerrar el día la persiana y el ojo del viento apagado.
Saco el carrito del agua en la
rampa de Martina, salvó aquellas dos vidas gemelas, pero al soltarlo, un golpe
furioso de mar, contra el muro la dejó tiesa, viendo los pocos presentes
desaparecer su cuerpo, que nadie volvió a ver jamás.
Años han pasado, no llegan a cien
pero le andarán. Y la Fanequera enciende candiles del oscuro mercado en la
noche, reflejando la belleza de lo que un día fue su más amada mansión.
El fantasma no desespera, la
planta de arriba desnuda y diáfana, es el salón de baile donde ella danza con
las sombras de sus recuerdos, recreando los días de julio hasta la llegada del
Carmen. Es escrupulosa, limpia las cristaleras, siempre relucientes como bellos
ventanales que miran al mar rolando, encabritado o manso, revisa los puestos de
abajo y nutre de productos a quienes ya agotados no venden ni un pollo ni
perejil, por los excesivos impuestos, basuras, agua, alquiler, que el regidor
de levita ajustada en su esférica tripa, ha grabado con el ánimo de expulsar
los comerciantes para conseguir el acuerdo con los ilustres promotores de la
especulación del suelo.
Los próceres de la ciudad no
saben de La Fanequera, pero entre las pocas pescaderas, el charcutero, las tres
familias de fruteros y la vieja gitana que por allí arrastra sus zapatillas con
una palangana de claveles, hay desde hace tiempo más alegría. Se sorprenden de
tener sus puestos preparados cuando llegan, se asombran del brillo de la fruta
o del lustre de las lubinas o de los bocartes de temporada. ¿Quién habrá sido?
Y el fantasma del mercado del
Olvido deja peonzas cada semana en los portales impares, y a la otra en los
pares. Y canicas, y balones, que los críos cogen sorprendidos, dejando sus
telefonitos y esas cosas de plasma hipnótica que la vida les arrebata.
¿Cómo habrá entrado?
Cada noche sin luna, amanece el
Mercado más limpio, más bullicioso al medio día, de una alegría de cantarinas
palabras que se entrecruzan entre los puestos.
Las grandes paredes aparecen
pintadas con relatos de ultramar, como
grandes murales que de pronto se muestran ante los ojos maravillados de
visitantes y comerciantes. Olas, ballenas y balleneros, sirenas y mapa Mundi,
como un crisol de vida entre columnas de hierro, mosaicos y cristaleras.
En los días de viento sur, canta
la Fanequera canciones de sardinera, mientras talla figuras que en el cantar
cobran vida.
Y al viento lanza gaviotas que
mueven los sobres de sitio, esos que van y vienen de mano en mano, emponzoñando
el alma del regidor y sus cómplices.
Mientras, las figuras de
figurantes en personas se convierten, bajo el cincel y el martillo de la
fantasmal presencia. Sonrientes y joviales llegan a los nuevos puestos que la
Fanequera monta en el bello piso de arriba.
Banquitos para la tertulia, el
mercado vuelve a ser plaza, plaza de todos, de reunión y compra venta, de alegre
preguntar por el día, por la muerta y su familia, por el hijo de ultramar.
Y por allí apareció para quedarse
un bello y viejo barquillero, las floristerías repletas, remezcladas entre un
librero, dos nuevos charcuteros, el quesero de mantequillas deliciosas, un
bodeguero mágico, dos artesanos de prodigiosas manos, y más y más pescaderas,
que iluminan los pasillos con sus cantares y ofertas.
Un 16 de julio, día del Carmen de
nuevo, la radio escuchaba la Fanequera, como muchos comerciantes. El bueno del
regidor salía en un furgón por la puerta de atrás, camino de comisaría. De paso
pararían en la casa de sus amigos para hacerle compañía en la prisión de la
costa.
Y aquel día, la Fanequera, en esa
mañana de luz, dejo que su cuerpo esbelto, repleto de vida estuviera. Del
fantasma se despedía Sintió el olor del mercado, su piel aceitunada, su pelo
negro azabache, sus ojos de miel deslumbrantes.
Se aliño con garbo su moño, bajo
las escaleras, y disfruto de la gente, anónima, sonriente. Piropos y salero
recorrieron los pasillos de voces y empujones, abarrotado de vida el mercado
del Olvido.
Cruzó la calle principal y a la
rampa volvió descalza. Nadie había allí en ese instante. Sintió el agua en sus
tobillos. Sonrió, y sus pasos fueron huellas que el mar borro para siempre.
Y en el mercado, los frescos muestran,
entre relatos, a esa que fue la Fanequera, heroína y pescadera, la que acabo su
faena con la ilusión de las gentes de aquel viejo y bello barrio que sigue
recordando la leyenda de un ayer que es hoy, que será mañana.
JMFP
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