jose maria

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lunes, 16 de mayo de 2016

EL REY MORO...

Rey moro, estandarte de las tierras por santones profanadas, ojos negros que el halcón observa en sus vuelos cortos, esos que entre nobles familias no sabían que el oro sería negro bajo los pies que sus antepasados habitaron.
Rey de mirada triste, que de tristeza riega los campos de ignorancia entre jardines y vergeles de delicias inservibles para la cruz y la espada. Califato en tierra santa por inhóspita y servil a la miseria que con hogueras arrasa el pensamiento, quemando almas entre brujas, herejes y genios, toda vez que las estrellas son lluvia divina en la planicie de un mundo que redondo se presume en la mente del sabio de oriente.
Señor de la medicina, lector de astros y vientos, álgebra que resuelve lo que el papado romano esconde entre viñedos de cálices para embriagar a las tropas, campesinos y señores. Entre el desierto y las tierras de verdes bastiones, señoriales feudos de vasallaje provinciano, el mar del alma sacude las emociones de quien huele a buganvillas, rosas y azahar.
Pergaminos de viejos tiempos que escriben los nuevos mundos bajo el sereno designio del profeta que siempre asoma, aunque de reojo mira el hombre perezoso eso de doblar el lomo cada dos por tres en la esterilla. Cansado vislumbra masacres entre la cruz y la media luna, absorto por el absurdo de conquistas y reconquistas que dibujan enemigos de cada mirada inocente.
Rey moro, alquimista en las noches de silencio, testigo de la danza de la luna, no se cansa de observar los elixires que sanan, los condimentos que nutren, las acequias que dan curso al regadío del conocimiento. Pasan así los años, entre conversos, mozárabes y moriscos, riqueza de cultos y culturas, caballería que explora entre catapultas y espadazos.
Y el rey moro camina hoy entre callejuelas de mendigar esperanza, silencio protector porque la sola palabra delata. Entre el bazar y el mercado medieval, tumulto de olores a piel y vida, a especias y frutas, pasea el califa inadvertido en sus atuendos. Y su mirada se detiene entre hombros, cuellos y cabezas.
Niña de ojos de cielo, boca de fresa, balcón de sorpresas, erotismo oculto entre retales de lana, ovillos vende en el puesto, con la sonrisa triste que solo el moro detecta a su paso por el bazar. No tiene patria ni mar, solo el saber de la lana, el tejer y dar color con sus tintes de mágico existir. Telas de mil colores, convierte la lana en lino, sedosas las banderolas de belleza entre los puestos.
Miradas cruzadas de pronto, un instante, un dibujo en la memoria. Allí, en el arrabal se quedaron como esculturas, el rey musulmán disfrazado y la tejedora cristiana, huida de lejanas tierras perseguida por alguaciles, frailes e inquisidores que no aceptan el arco iris en sus manos brotar, entre telas de púrpura lujuria, azules y verdes que laten entre sus breves pechos que apuntan la devoción de su bella condición.
A dos soldados acuchilló el rey moro que de incógnito miraba los ojos de la tejedora, cuando apresarla quisieron para hacer de su cuerpo pasto de llamas purificadoras. El cura no lo contó degollado por la cimitarra que en un suspiro despidió el alma del fraile lascivo.
Griterío y alboroto, medio día y la siesta llega, entre un tumulto que esquiva los cuerpos que ya son historia. Solo el ruiseñor oyó los pasos de una huida que es encuentro en el devenir del caos que siempre avisa de los cambios por venir, los no esperados, anhelados en el corazón. La lluvia limpió el rastro de sangre, como agua bendita de un cielo que se hizo el remolón ante aquellos acontecimientos sorprendentes.
Nada se supo del moro, ni de la mujer de colores en sus manos de telares. Aunque la leyenda cuenta que durante muchos años, marineros y pescadores, divisaron un bello barco, breve de porte, noble de silueta, navegando por los mares entre Iberia y el Bósforo. Barco como saeta larga y sinuosa, con un bello trapío de mil colores.
Los más atrevidos dicen que le han visto volar alzándose de las aguas para desaparecer en las nubes.
Nadie sabe y todos dicen. Pero en cada isla donde esas dos miradas posan su amor, boticas, telares y flores, mapas y ábacos numéricos dejan al viejo maestro del lugar cómo recuerdo y munición de un futuro por llegar.
Eso cuenta la canción, aunque música no tiene, si bien la cultura la pone a demanda en las fiestas de cada pueblo.
En los primeros días de verano, si al mar se asoma el amor, podrá disfrutar del paisaje del beso de la luna y el sol. El firmamento parado, el mar en lecho convierte esa historia desmadejada, pero que como la vida es. El rey moro y su reina, tejedora de sueños, ya no son cruz ni media luna, tan solo un suspiro de amor.
JMFP

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