jose maria

jose maria

lunes, 16 de mayo de 2016

UNA DECLARACIÓN DE AMOR...

Miraba hipnotizado la lámpara que de pronto disipó la oscuridad. Llamas que parecían salir de algún lugar mágico, dando luz a la sala principal. El Passer, madera, espejos y cuadros, recuerdos de hazañas ocultas. Y yo, convertido en policía justiciero, con mi traje cruzado, recién estrenado, de rayitas tan finas que en mi cuerpo repentinamente de hombre, ralo en la barba de un día, espigado como espigón al mar parecía al verme en la luna del fondo.
Olía a tabaco, Chanel y a vida subterránea. Rostros esquivos, transparentes, oscuros bajo el ala de los sombreros como viejos paraguas a medida de sus respectivos aguaceros. Esos que la vida regala en vidas rotas, cosidas con puntos gruesos para hacer de la banda la familia.
La pistola me molestaba en su funda, entre la ingle y la cadera, disimulada penosamente por el corte de mi americana. Y ni intención tuve jamás de sacar aquel juguete de tiros largos, aunque conocía bien los aires hampones y los susurros y toses disimuladas.
Un niño cruzó el pasillo corriendo, saludándome por mi nombre. Y don Antonio Benedecci, me dijo que me sentará con él. Le acompañaba su hija Antonella, sonriente, vivaracha, de anchos y esbeltos hombros, mordiéndose el labio inferior con su bella dentadura de cristal. Sus manos como pinceles, sus pechos insinuado en el vestido negro, su cuello de cisne negro, me hicieron beber el whisky antes de saludar.
Decomisando alcohol me pasaba los días, las noches y en los quehaceres, soñaba con Antonella cada amanecer rosáceo.
Valiente policía estoy hecho, me decía cada mañana, solo deseando tocar el cabello de aquella joven que desde niña jugaba entre calles y plazoletas, compartiendo pelota, goma y comba siempre sonriente al mirarme.
Fue al posar mi trasero en la silla de vieja madera, cuando no sé cuántas estrellas conté. El puñetazo del viejo ni si quiera lo vi salir, sintiendo la nariz quebrar el tabique ya prominente de por sí.
Don Antonio, bello viejo, de pelo cano, nariz de águila y manos de hierro, me extendió educado su pañuelo grabado con sus iniciales.
Por orgullo y por pudor, me recompuse con rapidez, con un dolor de picota que hasta el cerebro embota.
Y sin mediar palabra, de no sé dónde sacó el más grande pistolón que jamás había visto. No sé si tenía un cañón, dos o veintidós. Pero ahí tenia mirando aquellos dos agujeros, como prismáticos negros que amenazaban mi frente goteando puntitos de cristal, sudor más elemental.
Y así habló Don Antonio, sin dejar de apuntar mi cabeza, aunque su voz era tan suave como la de mi padre al morir.
Mira hijo, hasta los cojones me tienes. Prefiero pensar que eres hombre a no un afeminado disfrazado. Aquí tengo a mi hija soñando cada día en tus abrazos. Te ama desde que es cría y parece que tú eres tonto o lerdo o las dos cosas. Así que aquí se acaba la desdicha por activa o por pasiva.
Tienes diez segundos para pedir la mano a mi hija. Y de no ser así, no tendrás más problema que acudir a tu propio entierro. Eso sí, le pago yo.
Por el alcohol no hay problemas (continuó el viejo sabio), que si te desposas con ella, yo prometo cambiar el alcohol por leche de soja que parece estar de moda.
Cinco segundos tarde en pedir la mano de mi amada, eso que el viejo consiguió y que mira que a mí me costaba.
En granjero me convertí, a las afueras de la urbe, aunque no sé si yo ordeñaba o era mi Antonella adorada la que a mí me vaciaba.
JMFP

No hay comentarios: