jose maria

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martes, 16 de agosto de 2016

LA PENÚLTIMA CENA...

Mansión de atardeceres, sombras que los árboles recogen cada mañana para dejar que el sol limpie las polvorientas estanterías repletas de libros a medio escribir. Páginas que esperan con temblorosa emoción el sonido de la puerta por abrir. Silencio de medio día, algarabía de la noche, esa que despierta a las doce, con el pasear de candelabros encendidos por ninfas apenas visibles entre cortinas de luz, luciérnagas disfrazadas de llamas que acomodan sus cuerpos en las velas inmaculadas.
Tintinear de copas, de cubertería de alpaca, aquella que quedo en la alacena después de vender la plata. Luna que asoma a la mesa de caoba, en la hora de la cena, saludos invisibles, puertas que las almas atraviesan con respeto, primero llaman, después pasan, mientras la cocina danza en manos de Vestigia, la eterna cocinera que los duendes pintan de gris sus iris tristes.
Doña Amelia, señora de las tierras que asoman por el ventanal al norte, preside la mesa con el repique del cuchillo en su copa de murano, la única que conserva, siempre sobre el lomo del piano. Su marido, consorte en ciernes, que murió hace cien años, defendiendo el honor de la familia en un duelo a pistolón, quedo muerto en el espigón, sin más dolor que tropezar como consecuencia del ron. Mal disparo el suyo que en la caída apunto a su barbilla saliente, saltándose todos los dientes antes de batir su mente. Sigue esnifando el rapé de su cajita de plata a la diestra de su esposa sin más efecto que el gesto, ese de alivio aparente luciendo su agujero en la boca.
La tía Prudencia, difuminada en la esquina, atenúa su sonrisa, recordando que en su histeria descubrió que el orgasmo era bálsamo de su síntoma, y que entre orgasmo y orgasmo, sucumbió en un latigazo de nadie sabe qué extraña presencia.
El agrio notario, siempre presente, el que firmó la sentencia de muerte de la fortuna pretérita, no ceja en sentarse a la mesa, ahora que no es cuerpo presente aunque la señora le observa indolente deseándole la vida para volver a acarrearle la muerte.
Los gemelos en la otra punta, con la nana Josefina, los tres risueños, pendientes de que empiece el pasa platos, a la espera del postre, aquel de nata y limón que sin hacer la digestión en un notable atracón, en el río dejo flotando sus sueños y algarabías, mientras la nana volaba por el bocal del olvido en la desesperada fortuna de morir en paz y amen.
Agotadora mansión cada noche de San Juan, la que en la casa celebra la pasión sin relato carnal. Y mientras la velada transcurre entre silencios y chanzas de fantasmales presencias, el rocío se cuela por la ventana abierta del más bello desván. Allí espera dormido el que habitante real esconde su espera y deseo, entre relato y relato. El joven de carne y hueso, el que allí se quedó, reconstruyendo la casa después del incendio fatal. Réplica de la primera, quizás más bella que la original, arquitecto de sueños, espera a su amada llegar
Solo al golpear la primavera los primeros aldabonazos al alma, el rocío se convierte en ella, desnuda sobre su cama. Allí, en el mar de sabanas, los besos tan reales son, que en el momento crucial, el de amantes sin fin, en el éxtasis de amor, la mansión su luz apaga, en un gemido de dos que uno son en un instante tan largo como la noche.
Y los espíritus por un momento se reencarnan y saludan, se despiden entre platos para regocijo de la cocina.
Y en la casa solo queda el sudor perlado y bello, ese que deja la marca, que no de sábana santa, sino del más bello relato ese que solo es de dos.
JMFP

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